Entre el desacuerdo y el fascismo societal invertido. Elecciones e imaginario democrático en Estados Unidos.
Jaime Antonio Preciado Coronado[1]
El desacuerdo no es el desconocimiento. El concepto de desconocimiento supone que uno u otro de los interlocutores -ambos por el efecto de una simple ignorancia-, de un disimulo concertado o de una ilusión constitutiva no saben lo que dicen o lo que dice el otro. Tampoco es el malentendido que descansa en la imprecisión de las palabras.
Jacques Rancière, El desacuerdo
El interés que despierta el proceso electoral estadounidense allende de sus fronteras, reside en valorar dificultades, alcances y potencialidades que enfrenta el imaginario democrático como aspiración legítima en el mundo. Además, esta coyuntura sirve para dimensionar el rol jugado por las elecciones, particularmente las presidenciales, en las tensiones vividas entre el régimen social –como estructura de valores de aceptación o rechazo de diversos formatos de convivencia que cuentan con una base material- y el régimen político –como forma de procesar el desacuerdo, y encontrar espacios de consenso, a través del ejercicio de un poder gubernamental, capaz de sustentar las instituciones del Estado y de simultáneamente, reconocer las acciones colectivas que cuestionan el orden establecido. El paradigma democrático, cuya versión más acabada se publicita y refiere al caso estadounidense, fue duramente sacudido por el estiramiento de esas tensiones antes, durante, y seguirán después del reciente proceso electoral en ese país.
Sheldon S. Wolin, en su obra Democracia S. A. La democracia dirigida y el fantasma del totalitarismo invertido, plantea la tesis de que la democracia de Estados Unidos no ha llegado a consolidarse, pues a comienzos del siglo XXI parece estar controlada por un totalitarismo invertido que es ejercido por un superpoder. El concepto de totalitarismo invertido se refiere al poder político interno o doméstico, en el que se combina el poder estatal con diversas aunque concentradas formas de poder privado, que se configuran en regímenes sociales corporativos empresariales. Es un concepto cercano al de fascismo societal, que se propone Boaventura de Sousa Santos, en cuanto que no se trata de una calca actualizada del fascismo como régimen político, pues la ficción democrática actual simula las distancias con el nazismo u otras formas de fascismo en la historia mundial reciente, sino que se instaura un régimen social que impone su agenda pública desde el autoritarismo “moral”, la idea de superioridad racial, el totalitarismo del mercado, en y desde relaciones sociales que capturan e intentan legitimarlo en el espacio sociopolítico. Totalitarismo invertido, o fascismo societal, giran en torno de un superpoder, o poder fáctico del dinero, que representa la antítesis del poder constitucional en lo interno, pero que también enfrenta a la paradoja histórica de que Estados Unidos es, al mismo tiempo, una democracia y un imperio. De ahí su desprecio del derecho internacional, y su representación como centro del mundo, pues el superpoder que detenta la única y actual potencia mundial estratégica se proyecta como totalitarismo invertido a reproducirse como hegemónico.
En esta campaña electoral de 2016 se acentúo, más que en las elecciones presidenciales precedentes, la liga entre la agenda doméstica y la agenda internacional. Pero, ninguno de los candidatos se preguntaron sobre la legitimidad del superpoder. En los temas debatidos se dio por sentado que la acción de la súper potencia frente al mundo no es cuestionable, pues se trata de subordinar los imperativos de la política exterior al mantenimiento del totalitarismo invertido al servicio de los objetivos de la agenda doméstica; nulos planteamientos sobre el papel de las Naciones Unidas, ignorancia sobre la importancia de la paz en el mundo y sobre el reconocimiento del derecho internacional.
En todo caso, hubo matices en las posiciones de los dos principales candidatos presidenciales: los puntos que destacaron en lo internacional, fueron el terrorismo 57% y los migrantes 64% para los electores de Trump, mientras que los electores de la Sra. Clinton, mostraron su preocupación por la economía 52% y la política exterior, 62%. En el caso de Trump, una conjugación de miedo y reclamo al otro impulsó una campaña de condena al inmigrante por amenazar la supremacía blanca en las áreas para enfrentar la crisis: empleo, destino del gasto público, esferas de representación electa. La prometida expulsión de más de 12 millones de inmigrantes de Estados Unidos, atrajo el voto de una población sujetada por el fascismo societal, temerosa del diferente al que se criminaliza por su origen étnico, nacional, racial. Su trágica expresión, la construcción del muro en su frontera con México, a expensas de la hacienda pública de ese país. Además, la lucha contra el terrorismo, igualmente se tradujo en la simplificación del enemigo en el Islam y su expresión amenazante el Estado Islámico (ISIS). Aquí se combinó el pragmatismo de la política internacional, al acercarse a Rusia para ese combate, dejando de lado las diferencias en el ideario democrático, y la expulsión-confinamiento de toda la población musulmana que por su religión es sospechosa de apoyar al terrorismo de ISIS.
El voto demócrata por Clinton, se fundó sobre una política exterior que ofreció un análisis convencional desde la racionalidad del mainframe diplomático. Aunque sus argumentos distinguieron la diversidad del mundo musulmán, con la finalidad de legitimar sus alianzas con las corrientes islámicas más afines, sobre todo en el caso de Siria, la proyección del superpoder reforzado dominó el discurso electoral de confrontación con Rusia, en una suerte de reedición de la Guerra Fría. Otro matiz importante frente a Trump, fue la apertura doméstica liberal frente a los inmigrantes de todo el mundo, particularmente respecto de los latinos y de la eventual oferta para los refugiados por la guerra en Siria. Temas que si bien satisficieron a su electorado, fueron usados como boomerang por Trump, para descalificar a su contrincante. Aunque este último capitalizó el miedo frente al otro, ambos candidatos fueron víctimas del uso político totalitario invertido de la doctrina anti terrorista; de acuerdo con Wolin, el anti terrorismo, es “la base de una teología política, una comunión en torno del cuerpo místico de una república belicosa, una advertencia contra la apostasía política, una santificación del líder de la nación”.
El totalitarismo invertido que concibe Wolin, aleja a la sociedad del imaginario constitucional, desvaloriza e impide formatos de autogobierno y limita el debate público ponderado –entre ciudadanos iguales ante la ley–, lo cual conduce a una democracia dirigida donde hay restricciones para una participación ciudadana real y eficaz. El gobierno basado sobre el bipartidismo, que bien expresaría un régimen de partido único, tiene como interlocutores privilegiados a los poderes fácticos corporativizados. Pero, si bien el dinero fue el gran elector el 8 de noviembre de 2016, este proceso electoral decantó dos posiciones extremas en los actores del superpoder: el bloque globalizador liberal corporativo, encabezado por Clinton, y la apuesta por una opción proteccionista, nacionalista y conservadora, que comanda Donald Trump. Su contraparte en la política doméstica, correspondió a una posición liberal apoyada por la coalición política gobernante y el establishment político, frente a una dramática actualización del conservadurismo, sobre la base de rasgos definitivamente propios del fascismo societal: suprematismo blanco, racismo, discriminación, régimen patriarcal machista, factores aglutinados en una teología política puritana, mesiánica, aunque no exenta de cierta hipocresía solapada por la moral protestante y católica.
El triunfo de esa coalición puritana conservadora, se expresó en los resultados electorales, comparados al total de cada indicador: el voto trumpista mayoritario fue entre los hombres (53%), casados (58%), blancos (58%), evangélicos (81%), así como entre protestantes (58%) y católicos (52%). La población de entre 45 y 64 años o mayor de 65, otorgó el 53% a Trump, quien ganó también entre la población con menores estudios y entre blancos no universitarios, estos últimos en un 67%. Hillary obtuvo el 88% del electorado negro. Paradójicamente, el magnate empresarial no ganó entre la población de menores ingresos, pero si obtuvo mayoría entre los sectores que ganaron 50 mil dólares y más. Asimismo, ganó al electorado que percibe peor su situación económica en comparación de 2015, ¡en un 78%!. Porcentaje aun mayor cuando se refiere a la expectativa de que Trump podría traer el cambio en la situación individual: ¡81%!. Este candidato atrajo el 62% del voto rural y el 50% en los suburbios.
El nuevo mapa electoral de 2016, es producto de un cambio fundamental producido por el ascenso del puritanismo conservador. Cambió el sentido y contenido de las campañas electorales; la videopolítica, o la tecnopolítica, se enfocaron en las emociones, subyugando así la mercadotecnia electoral tradicionalmente orientada por el rational y el public choice. Trump marcó esta tendencia, gracias a que su campaña apeló a lo que Juan Eduardo Romero, llama la Opinión Pública Discursiva –consistente en campañas de contraste que atrajeron y polarizaron la agenda de su adversaria hacia el discurso de Trump, aún que él contó con relativamente menores recursos financieros publicitarios-, más que a la Opinión Pública Agregada, que depende del financiamiento directo en massmedia[2]. Los resultados electorales produjeron un complejo mapa cuyo trasfondo no dependió de las tradicionales variables socioeconómicas referentes a tendencias generales del salario, del empleo, de la educación, de la salud. Aberto Aziz, politólogo mexicano, reconoce que la sociología electoral es incapaz de registrar el impacto incierto y volátil de la crisis global y sistémica en torno del debate sobre la desigualdad social: ¿cómo medir el fanatismo, el enojo de las personas que perdieron su casa y su empleo, el empobrecimiento y deterioro de la clase media transformados en desconfianza o desapego del sistema político? Junto con la desafección política expresada en el tradicional abstencionismo y el desencanto frente a ambos candidatos presidenciales, de electores que no creyeron en el voto útil por “el menos peor”, habrá que buscar la explicación en la incapacidad del sistema político para procesar el desacuerdo, en la creación de una cultura política sobre el populismo de origen puritano, “nativista”, que hizo creer en Trump como portador de soluciones para un electorado focalizado estratégicamente desde una matriz interna de la colonialidad del poder. Racismo, machismo patriarcal, caudillismo de corte mesiánico. La salvación de unos frente a la discriminación y exclusión de otros.
A diferencia de otras elecciones presidenciales, ahora se registran conflictos postelectorales de distinto tipo. Cientos de miles se manifiestan en diversas ciudades de la Unión Americana contra la elección de Trump. Su discurso debate la legitimidad gubernamental, al mismo tiempo que denuncian los riesgos del totalitarismo invertido o fascismo societal, que se instaura en la presidencia de la súper potencia del norte. Se criminaliza la protesta pública, se teme por la naturalización de la tortura, la violación de derechos humanos y la prolongación de la guerra como motor de la economía estadounidense. Una falsa esperanza cimbrada por el autoritarismo racista y machista, hace desconfiar de las aparentes soluciones ofrecidas por un Trump más parecido a un Reality Show, al estilo Silvio Berlusconi en Italia, que a un Jefe de Estado. El horizonte sociopolítico, estadounidense y mundial, se modela bajo nuevos parámetros: 1) la superación ética de lo público estatal por lo público social, pues de acuerdo con Wolin (2006), “no se puede practicar consistentemente la vocación pública de decir la verdad si no se respeta la integridad intelectual de manera pública y privada”. 2) La identificación desde lo común de las fuentes y estrategias para combatir la desigualdad mediante redes de confianza, solidaridad y apoyo mutuo, más allá del sistema bipartidista, desde el imaginario constitucional e instituyente. 3) Democratizar la democracia desde una ciudadanía intercultural, con enfoque de género y simultáneamente, robustecer la democracia local. Una lectura geopolítica interna y externa que enfrente la oposición y desigualdad rural y suburbana contra la metrópoli, abierta al potencial transformador de las y los jóvenes, quienes serán los mejores opositores al totalitarismo invertido que amenaza su libertad creativa y espontánea.
Referencias
Aziz Nassif, Alberto (2016) “Un día importante”, diario El Universal, México, 8 de noviembre.
Romero, Juan Eduardo (2016) “Triunfo de Trump: ¿Cómo entender lo que pasó?”, ALAI-AMLATINA, 9 de noviembre.
Rancière, Jacques (1996) El desacuerdo. Política y filosofía, Ediciones Nueva Visión, Colección Diagonal, Buenos Aires, Argentina.
Wolin, Sheldon S. (2008), Democracia S. A. La democracia dirigida y el fantasma del totalitarismo invertido, traducción de Silvia Villegas, Katz Editores, Buenos Aires, Argentina.
[1] Profesor-Investigador del Departamento de Estudios Ibéricos y Latinoamericanos, Universidad de Guadalajara. Presidente de ALAS de 2007 a 2009.
[2] Con más de 2 mil 500 millones de dólares, las campañas electorales presidenciales estadounidenses son las más costosas del mundo, aunque en términos relativos, México ocupa el primer lugar respecto del costo por cada votante potencial (25 USD) y Estados Unidos, el segundo lugar (cerca de 12 USD)